Es que somos muy pobres
[Cuento - Texto completo.]
Juan Rulfo
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Fuente: Mitareahoy.blogspot.com
Y apenas ayer, cuando
mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá
le regaló para el día de su santo se la había llevado el río
El río comenzó a crecer
hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo,
el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y
pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que
se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir,
porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual
hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la
mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin
parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se
olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me
fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por
la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le
dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el
corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba
y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus
gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la
corriente.
Y por el otro lado,
por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde
cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya
no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás
la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de
todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo
volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se
hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el
puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella.
Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la
gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas
de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se
oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando
el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el
río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de
mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que
tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por
qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando
sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La
Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber
venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me
tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su
cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta
y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber
sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el
agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de
regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella
agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le
ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un
señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al
becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había
visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde
él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos
ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de
árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no
podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no
sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si
así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que
tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi
hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había
conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para
dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se
fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas
se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy
retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les
dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas
aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a
altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua
al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral,
revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado
encima.
Entonces mi papá las
corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no
pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para
Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la
mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como
sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su
vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por
crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y
eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado
quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también
aquella vaca tan bonita.
La única esperanza
que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido
pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está
tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por
qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su
familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron
criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían
irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les
vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da
vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de
nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada
vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega
que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha,
que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos
que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio
alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.